miércoles, 9 de febrero de 2011

Un cierto aire de familia

Chicago, 3 grados negativos, nevada intensa, afortunadamente viento en calma. Recién llegada de Madrid: 9 horas y media de vuelo, traslado al hotel, ducha y a la calle.

 
18:30 hora local, 01:30 hora española, Filene´s Basement:
       En la cola para cambiar una compra. El dependiente es un hombre enorme, con una preciosa y blanca sonrisa que destaca sobre su piel marrón chocolate. Se demora un poco más de la cuenta, se disculpa, le digo que no se apure. Me cuenta que anda un poco cansado porque se está mudando de casa y tiene muchas cosas que hacer. Me pregunta si sigue nevando y le digo que nieva tan fuerte que los copos me entran en los ojos a pesar de llevar gafas. Me comenta que una vez le cayó encima un copo de nieve tan grande que se veía perfectamente su forma irrepetible de estrella, que se sintió tocado por un ángel. Le doy las gracias y me voy. Tengo la sensación de que le hubiera gustado seguir hablando.

08:00 hora local, 15:00 hora española, restaurante de desayunos del hotel Sheraton:
       En la cola de los platos calientes el cocinero atiende diligentemente las peticiones. Su actitud es correcta pero fría. Me sirve unos huevos fritos y observa como los cubro con un poco de salsa picante. Me guiña un ojo, sonríe y me dice en español “usted sí que sabe, señorita”.

13:30 hora local, 20:30 hora española, Internet Cafe del hotel Sheraton:
       Me acerco a la nevera de los bocadillos y las tartas y mientras decido la camarera me pregunta: "¿Eres de la tripulación de la aerolínea tal?" Le contesto afirmativamente y le digo que no entiendo cómo todo el mundo parece siempre saberlo, incluso antes de que abra la boca. No lo sabe por mi acento y desde luego no por mi apariencia, no tengo el aspecto que el americano medio identifica con lo latino. No lo sabe explicar pero dice que siempre nos reconoce. Es algo en la mirada, en la forma de movernos.

       Me quedo pensando y lo que se me ocurre es que los que se dan cuenta son siempre trabajadores de cara al público, que les llama la atención que miramos a los ojos, no apresuramos a los que trabajan y hacen lo que pueden, nos apartamos instintivamente antes de ser un obstáculo a nadie y ayudamos de forma instintiva también en casi cualquier situación. En el vuelo de vuelta me fijo en mis compañeros y todos actúan igual. Incluso los de temperamento más serio sonríen a la menor excusa que se les presente. Es como una marca indeleble. La señal de una extraña secta. En todo caso, una buena señal.

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