domingo, 6 de febrero de 2011

El ritual

       Profundamente dormida, soñando con las cosas más extrañas envuelta en los vaivenes y los sonidos metálicos del gran pájaro que me lleva. Tras un par de horas de descanso, con suerte tres, mucho antes del amanecer, me despierta una caricia o un beso en la mejilla, delicadamente, con el amor casi maternal de una hermana mayor. Carmen, mi jefa casi siempre, mi hermana todo el tiempo, me dice al oído: "-Ya es la hora, gordita".

       Unos segundos para recordar donde estoy, para atusarme el pelo, estirar el uniforme, ponerme de nuevo la sortija de mi madre y el reloj. Con las gafas en la mano, porque siempre tengo la sensación de que mis ojos no están preparados para ver tantas cosas recién despiertos, subo la escalera hacia la cabina de pasaje y cruzo los dedos para no ser interceptada de camino a mi puesto con alguna petición o alguna pregunta que todavía no estoy preparada para responder. Consciente de las marcas de la almohada en la cara aunque no me haya mirado aún al espejo, recorro el larguísimo pasillo sorteando codos y piernas en la penumbra y esperando no encontrar ninguna delatora luz de lectura.

       Me refresco en el lavabo y reconstruyo mis facciones con un maquillaje y unos pinceles que parece que se muevan solos, tantas veces antes lo han hecho. En el galley encuentro, como en cada vuelo, mi primer café del día: descafeinado, espuma de leche, un sobre de azúcar. En la nevera la letra de mi compañera, mi amiga, Estibalitz me dice egunon, la hora de llegada, y me desea una guardia tranquila.

       A partir de ese momento los paseos cada quince minutos. La lucha contra el sueño por velar el de los demás, y ayudar a evitarlo a los pilotos en cabina.

       El ritual de cada vuelo cuando vuelas en familia, la familia real, la familia aérea. El ritual de tantos y tantos días y que tanto echas de menos cuando de repente una noche te despierta un empujón, un gruñido y un "¡dáte prisa!"

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