martes, 15 de febrero de 2011

Con hambre de rabia

       En ocasiones he observado que hay personas con muchas ganas de que les des un motivo para enfadarse. Personas que te dicen algo como sin darle importancia, casi en voz baja, para poder ponerse como un basilisco cuando no lo recuerdes dos meses después. Personas que cuando te ofreces a solucionar un problema se niegan, porque prefieren conservar su indignación, cosa que, obviamente, les agrada mucho más que ver solventada la situación de que se trate.

       Es un comportamiento curioso y francamente molesto. Para que sea efectivo tienen que poner todo su empeño en conseguir que te sientas mal. Desgraciadamente no les basta con la rabia, tiene que haber un sujeto sobre el que descargarla. Y, aunque a nivel inconsciente sepan que se trata de un placer íntimo, no se lo pueden reconocer a sí mismos porque si lo estuvieran disfrutando plenamente su indignación perdería fuelle.

       En el trabajo he aprendido a reconocerlos e incluso a prevenirlos. Lo segundo es muy difícil porque cuando alguien quiere enfadarse siempre lo consigue. Básicamente se trata de desviar la atención de mí para que no se me vea como un objetivo pero, en días inspirados, hasta puedo conseguir quitarles las ansias de enfado. Cuando no se puede evitar: sonrisa, paciencia y consciencia de que la cosa no va realmente conmigo, de que me están utilizando como herramienta, como un espejo en el que reflejar sus frustraciones, su autocastigo para no permitirse estar en paz, porque quizá piensen que no lo merecen...

       Esa persona que se queja airadamente a la llegada de un vuelo de 12 horas de que ha pasado frío y que no ha dicho nada hasta ese momento. Esa persona que se queja saliendo, aunque le hagas un hueco junto a la puerta para que se pare un momento y explique qué le pasa. Pone cara de fastidio y por supuesto que no se detiene, sale refunfuñando porque quiere mantener su enfado. No quería una manta extra o que se bajase el aire acondicionado, quería calentarse a base de rabia.

       Ese jefe que te echa la bronca por hacer algo que te ha pedido que hagas y ya no se acuerda. Ese compañero que está tan en contra del cambio de una norma y al que una semana antes le parecía imperativo cambiarla.

       Con los años aprendes a distinguir la persona que tiene un enfado justificado y a centrarte con mayor esfuerzo en su situación que en la de los quejosos profesionales que, por supuesto serán atendidos, pero no deben ser objeto de tu empatía. Lo peor es cuando estos quejosos están en tu circulo íntimo, cuando es muy difícil no implicarse emocionalmente, cuando te conocen tanto que saben donde atacar.

       Con este tema pasa como con el tabaco que, aunque no fumes, es uno de esos vicios que afectan no sólo al vicioso sino a todo el que lo rodea. Aunque hay que reconocer que es más fácil escapar del humo de un cigarrillo que de los malos humos de un cabreado vocacional.

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