
Es un comportamiento curioso y francamente molesto. Para que sea efectivo tienen que poner todo su empeño en conseguir que te sientas mal. Desgraciadamente no les basta con la rabia, tiene que haber un sujeto sobre el que descargarla. Y, aunque a nivel inconsciente sepan que se trata de un placer íntimo, no se lo pueden reconocer a sí mismos porque si lo estuvieran disfrutando plenamente su indignación perdería fuelle.

Esa persona que se queja airadamente a la llegada de un vuelo de 12 horas de que ha pasado frío y que no ha dicho nada hasta ese momento. Esa persona que se queja saliendo, aunque le hagas un hueco junto a la puerta para que se pare un momento y explique qué le pasa. Pone cara de fastidio y por supuesto que no se detiene, sale refunfuñando porque quiere mantener su enfado. No quería una manta extra o que se bajase el aire acondicionado, quería calentarse a base de rabia.
Ese jefe que te echa la bronca por hacer algo que te ha pedido que hagas y ya no se acuerda. Ese compañero que está tan en contra del cambio de una norma y al que una semana antes le parecía imperativo cambiarla.
Con los años aprendes a distinguir la persona que tiene un enfado justificado y a centrarte con mayor esfuerzo en su situación que en la de los quejosos profesionales que, por supuesto serán atendidos, pero no deben ser objeto de tu empatía. Lo peor es cuando estos quejosos están en tu circulo íntimo, cuando es muy difícil no implicarse emocionalmente, cuando te conocen tanto que saben donde atacar.
Con este tema pasa como con el tabaco que, aunque no fumes, es uno de esos vicios que afectan no sólo al vicioso sino a todo el que lo rodea. Aunque hay que reconocer que es más fácil escapar del humo de un cigarrillo que de los malos humos de un cabreado vocacional.
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