sábado, 16 de julio de 2011

Seres lógicos en un mundo sin sentido

       Hace ya algunas semanas leí una novela gráfica muy interesante y bellamente ilustrada, que ronda por mi cabeza desde entonces y que me gustaría recomendar, especialmente a los apasionados de las matemáticas, la filosofía y la historia: Logicomix de Apostolos Doxiadis y Christos H. Papadimi.


        En ella se relata, mediante la voz y la vida de Bertrand Russell, la apasionante búsqueda de la verdad fundamental sobre la que edificar las matemáticas. Siguiendo los pasos de este pensador innovador y pacifista y las dos guerras mundiales que presenció, conocemos las ideas de otros destacados contemporáneos suyos como Frege, Hilbert, Poincaré, Wittgenstein, Gödel y Turing.

       Dos cosas me han impactado especialmente de esta lectura:

       Lo primero, y más evidente, es la manera en que Russell abre nuevas vías, no sólo en el pensamiento sino en su modo de vivir. Su vida personal es tan libre que para muchos podría ser tachada de escandalosa, y sus métodos educativos rompen los esquemas autoritarios por entonces tan en voga. Me resulta admirable su coraje al seguir lo que él considera correcto pero, aún más me impresiona cómo acepta los muchos errores que, en su búsqueda de la perfección, termina cometiendo. Cómo es capaz de defender con la misma pasión una idea que más tarde la contraria, si se da cuenta de que es lo más razonable a la luz de la lógica y/o los hechos. Siempre he pensado que lo que hace grande a una persona no es que no se equivoque, sino que si lo hace sepa reconocerlo y rectificar. Y pocas cosas admiro tanto como la curiosidad, las ganas de aprender y el compromiso, cualidades que definen sin duda alguna a B. Russell.


        El segundo descubrimiento, en este caso muy penoso, fue conocer el final de Alan Turing. Conocido como el padre de la informática y la inteligencia artificial, fue decisivo en la victoria contra los nazis al conseguir descifrar sus códigos secretos de comunicación. Este gran matemático, cuyo trabajo salvó muchas vidas, recibió la más deleznable de las recompensas. Mientras fue necesario a nadie le importó su vida privada pero, una vez acabada la guerra, se le juzgó por su "delito de homosexualidad" y con "gran magnanimidad" se le dio a escoger entre la castración química y la cárcel. Eligió la primera opción, que con el tiempo se le haría insoportable, y acabó suicidándose dos años más tarde.


        Muchas fueron las injusticias que ambos presenciaron en la época desbordante y convulsa que les tocó vivir. Cosas que ni siquiera una mente privilegiada como las suyas podría entender. Locuras respaldadas incluso por sus colegas en la defensa de la lógica. Tragedias que aún hoy se siguen repitiendo y que en ocasiones me inducen a la misantropía.

       Afortunadamente cada vez que me entero de la existencia pasada o presente de alguna gran persona, implicada, apasionada y justa (de esas que voy añadiendo a mi altarcito personal) consigo mantener viva la esperanza.