Total, que entro en la farmacia más cercana a la consulta del médico y gruño unos buenos días con voz mocosa y entre toses, y alargo la mano entre escalofríos para darle la receta al farmacéutico. Me da una bolsita, pago y me doy la vuelta con mucho cuidado porque parece que tengo agua entre el cráneo y el cerebro y, cuando estoy abriendo la puerta para salir, oigo: "¡Espera un momento!"
Me doy la vuelta, con más cuidado aún, pensando si no le he pagado bastante, si me he dejado algo encima del mostrador, ¿me habré olvidado la cabeza y por eso me duele tanto? El farmacéutico, un señor serio, alto y con bigote, me dice que abra la bolsa, cosa que hago sin rechistar, y echa dentro dos grandes puñados de caramelos y una enorme sonrisa: -"Para la tos". Yo respondo con otra sonrisa y una de mis mejores toses y me voy para casa con mi catarro y tan feliz.
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