viernes, 17 de febrero de 2012

El caballo de Turín y la burra de Barcelona

Estas son algunas de las palabras y expresiones leídas por mí en el el periódico La Vanguardia del pasado miércoles:

"Obra maestra", "imprescindible", "necesaria rebeldía", "largas colas", "aquellos que se quedan sin entradas lloran lo que se han perdido", "ocasión única"... (puede que no fuera literalmente así, pero este era en esencia el mensaje)

Esta es la obra en cuestión, objeto de tanto elogio y entusiasmo:


Y esta soy yo:


Burra, más que burra, me sentí durante la proyección y al final de la película. Burra por hacer más caso a la crítica que a mi instinto, que en estos casos no me suele fallar y que me dio más de un aviso que no quise escuchar.

Debí pensármelo dos veces cuando vi la extraña cola que se amontonaba frente a la taquilla, gente variada en edad y atributos físicos pero, con una extraña característica común. Pareciera que estaban todos de acuerdo en eliminar todo atisbo de belleza de sus vidas. Tenían gestos adustos como si llevaran la carga de los males del mundo a sus espaldas. Alguno parecía no haber comido caliente en su vida por voluntad propia y, me atrevería a afirmar, que había al menos dos que, a pesar de haber obtenido algún complejo doctorado sobre la ontología de los usos y costumbres del ser humano, desconocían la existencia de un objeto de arraigada tradición en nuestra sociedad: el peine (primer aviso).

Luego me enteré de que se trataba de una última película porque su aclamado autor, el húngaro Béla Tarr, ya había dicho todo lo que tenía que decir (segundo aviso).

Al leer el folleto informativo sobre la película descubrí que dicho director, y el movimiento tardo-modernista en el que se engloba, gusta de las escenas en tiempo real para hacernos más intenso su mensaje y que la película constaba de 30 de dichas escenas. Tanto en la columna de La Vanguardia, como en los anuncios y en el folleto informativo se hacía referencia al encuentro de Nietzsche con el caballo, lo que hacía más atractiva la idea de ver una película en la que aparece un personaje tan interesante e influyente.

Sin embargo, empieza la proyección y una voz en off nos relata ese encuentro y queda claro que está será la única aparición de Nietzsche  (tercer aviso). En su lugar, empiezan a sucederse las escenas de la durísima vida cotidiana de un carretero, su hija y su caballo. He de ser honesta y reconocer que la película posee grandes cualidades: una fotografía en blanco y negro de gran dramatismo e impacto, unos enfoques y movimientos de cámara de gran fuerza e impecable ejecución. Si definimos obra de arte como aquella obra que provoca nuestras emociones más profundas y que nos deja una imagen imborrable, tengo que admitir que es cierto: El caballo de Turín de Béla Tarr es una obra maestra, no puedo negarlo.

Lo que me pregunto es si quiero pasar mi precioso tiempo, con lo corta y bonita que es la vida, viendo una obra que me transmite desolación y vacío. Con la que no he aprendido o descubierto nada, que no me ha hecho pensar sino que ha dejado mi mente en blanco, que la única huella que ha dejado en mí es la de la desesperanza.

Me pregunto si quiero salir del cine de la mano de mi pareja, no tanto por amor, sino para sujetarnos el uno al otro, febriles ambos, con el estómago revuelto, intentando cantar a dúo algo alegre para borrarnos de la mente la única melodía repetitiva y lacerante que, junto con la del viento, hemos oído durante los 146 minutos, y que se ha quedado clavada en nuestros cerebros como si la hubieran metido con un berbiquí.

Me pregunto si merece la pena ir a ver una obra que al terminar la tercera escena me hace pensar "uf, ya sólo quedan 27" (cuarto aviso).

Me pregunto si de verdad quiero, después de ver en tiempo real como se desbrida y estabula a un caballo y se desviste y viste a un anciano discapacitado, ver como la protagonista introduce dos patatas en una olla con agua y escuchar la voz horrorizada de Javier en mi oído diciendo "¡dios mío!, ¿cuánto tiempo tarda en cocerse una patata?"

martes, 14 de febrero de 2012

Un merecido homenaje

Recién vista y disfrutada la preciosa película "La invención de Hugo" de Martin Scorsese, no puedo evitar hacer recuento mental de algunos excepcionales seres humanos que dedicaron sus vidas a investigar, inventar y soñar y que consiguieron hacer las nuestras un poco más felices o, cuando menos, más cómodas. Personas movidas por su loca pasión, su absoluta determinación de desarrollar sus talentos y sus ideas y que, a pesar de merecer toda nuestra gratitud y reconocimiento, para nuestra eterna vergüenza acabaron sus vidas pasando apuros.

Los hermanos Wright y su deseo de volar, Nikola Tesla y su extraordinaria mente científica, Alan Turing y su capacidad para descifrar y crear cualquier código, Georges Méliès y su desbordante fantasía...

Sin ellos, y otros como ellos, no existirían las aerolíneas, los electrodomésticos, los ordenadores, Hollywood y sus maravillosas creaciones y tantas, y tantas otras cosas que hoy forman parte de nuestra vida diaria.

Aún así parece que seguimos sin aprender y que la mayoría de nosotros sigue respetando más que a nadie a esos altos ejecutivos, adinerados y sin escrúpulos, que se aferran a su recién conseguido tesoro, la nueva reforma laboral, como un perro rabioso a su hueso. Personas con poder pero sin ideales, cuyo valor se mide por su cuenta bancaria, que no aportan nada a la sociedad ni a nuestro futuro y que encima se atreven a mirar con desprecio a la gente creativa, a los apasionados, a los soñadores, a los que tildan de improductivos y de estar fuera de la realidad.

No será admirando y queriendo emular a gente como esta que podremos superar la tan cacareada crisis -qué harta estoy de la palabrita-, sino animando y apoyando a los que quieren recorrer nuevas sendas, construir, aportar su grano de arena y todo su talento para beneficio de todos.

Spoiler alert: a estas alturas ya te habrás dado cuenta de que la película que dio inicio a este comentario relata la vida de uno de estos genios. Quizá debía haberlo avisado antes. Aunque te haya desvelado un dato importante de la película antes de tiempo, no dejes de verla: es una auténtica delicia.


miércoles, 8 de febrero de 2012

Nivel superado. Siguiente nivel. Ahora sin manos...

Hoy tengo la necesidad de escribir sobre la situación personal que atravieso. No es que no sean personales todos los escritos que llevo aquí publicados, todos tienen que ver con aspectos de mi vida de una u otra forma, o con mis sentimientos -nada hay más personal-. Sin embargo, procuro no dar detalles concretos sobre mi vida que no juzgo necesarios para expresar lo que quiero compartir. En esta ocasión romperé esta norma, pues algunos de esos detalles son imprescindibles para explicar lo que me pasa:

Hace poco más de dos años falleció mi madre a causa de una metástasis en hígado y pulmones, un cáncer que, estoy casi segura, se empezó a gestar a raíz de la muerte de mi padre, que nos pilló a todos desprevenidos y que, especialmente a ella, resultó devastadora. Desde entonces venimos retrasando una y otra vez un viaje a Galicia, tierra en la que ambos nacieron, se casaron y concibieron a sus hijos, para depositar allí sus restos, tal y como a ellos les habría gustado. Viviendo cada hijo en una ciudad distinta, han sido necesarias varias vueltas a la agenda para ponernos de acuerdo en una fecha. Finalmente, iremos a Vigo a finales de este mes.

La proximidad de este viaje me tiene el corazón y la cabeza un poco revueltos: sueño con ellos, me vienen a la memoria situaciones, conversaciones, anhelos compartidos. Me pregunto si hice todo lo que pude por aliviar su sufrimiento, si fui la hija que querían tener, si supieron lo afortunada que siempre me he sentido porque fueran mis padres...

Pero la vida, con su particular sentido del humor -la muy cabrona- no me va a permitir vivir esta última y simbólica despedida con la tranquilidad de espíritu que me gustaría. No, eso sería muy fácil.

Hace sólo unos días que la empresa en la que trabajaba mi pareja, fruto de una pésima gestión, cerró dejando más de 2.500 trabajadores en la calle, entre ellos buenos amigos, algunos padres recién estrenados y trabajando ambos allí. A pesar de que confío plenamente en su valía y estoy segura de que conseguirá un nuevo empleo en poco tiempo, toda esta situación es muy triste y hay momentos en los que tanto a él como a mí se nos nubla el ánimo. Además, las opciones de trabajo que tiene a la vista son todas fuera de Barcelona, ciudad en la que ahora vivimos y que, desde el primer día en el que aquí residí, he sentido como mi sitio en el mundo. Me paso el tiempo viajando y, aunque me encuentro a gusto en todas partes, no es hasta que llego a Barcelona que me siento "en casa".

Por si todo esto fuera poco, la empresa en la que trabajo se encuentra en un proceso de cambio. Según la dirección no tenemos motivos de preocupación pero, a poco que se piense en ello los números cantan: ¿cómo se va a prescindir de aviones en una aerolínea y a mantener los mismos puestos de trabajo?, ¿es que piensan pagarnos por no trabajar? Para combatir esta situación hay convocada una huelga sobre la que hay casi tantas opiniones como trabajadores, con lo que cuesta mucho tomar una decisión. Y si la decisión de hacer huelga o no es difícil, llevarla a cabo es aún más duro ¿os imagináis metidos en un avión durante 12 horas dando paseos de seguridad cada 15 minutos y negando todo aquello que os pidan los 340 pasajeros -salvo agua y una comida- con solo un "lo siento, estoy en huelga"? Aún peor: ¿os imagináis en esa situación por el pasillo de la derecha mientras en el pasillo de la izquierda tu compañero, que no está de acuerdo con la huelga, está trabajando con absoluta normalidad?




Hay quien dice que estamos en la vida para aprender y que, según vamos asimilando las enseñanzas que se nos presentan por el camino, las dificultades son cada vez mayores; como si fuéramos aprobando cursos en los que los ejercicios y los exámenes son cada vez más difíciles. Algo así como esos juegos de ordenador en los que vas superando niveles y, con cada nivel, van apareciendo más dragones y más fosos y más fuegos que vadear... No sé en que nivel del juego de la vida me encuentro, pero estos días tengo la tentación de mirar a mi alrededor antes de dar un paso por si también ha desaparecido el suelo, si hay alguien poniendo la zancadilla o si a la vuelta de la esquina me espera un premio... y un nuevo nivel que recorrer.

lunes, 6 de febrero de 2012

La escafandra y la mariposa

Llevo días dándole vueltas a todas las ideas y emociones que me ha generado esta bellísima película de Julian Schnabel que desde aquí me gustaría recomendar.

Está basada en la espeluznante experiencia de Jean Dominique Bauby. Se trata de la historia de un encierro: el protagonista sufre una, afortunadamente infrecuente, lesión del tronco cerebral que le ocasiona una parálisis casi completa, dejándole el movimiento de uno de sus ojos como única vía de comunicación con el exterior de sí mismo. Sin embargo, su consciencia, su imaginación y su memoria permanecen asombrosamente claras.

Esa terrible condena, que parece diseñada por un dios despiadado, un dios menor en todo caso, con una mente tan perversa como la del más mísero de los humanos, pareciera que lleva implícita la imposibilidad de ser feliz. A pesar de ello Bauby llega a disfrutar de exquisitos y delicados momentos de felicidad, como él mismo nos relató en un libro que escribió durante su cautiverio. Su pasión por la belleza, la fuerza de sus recuerdos y la capacidad de crear nuevas imágenes con ellos seguían intactos y poderosos. En una ocasión una de sus visitas le recomendó aferrarse a lo que le quedaba de humano para sobrevivir y, tras ver lo que la vida te puede deparar, no puedo evitar preguntarme qué es eso que nos hace humanos ¿nuestra independencia?, ¿la libertad?, ¿nuestras ideas?, ¿los sentimientos?

Ahora que conozco su historia estoy aún más convencida de que lo que nos hace humanos y da sentido a nuestras vidas es la capacidad de amar y, más incluso, la de generar amor. Bauby encontró sentido a su vida intentando ser la figura paterna que sus hijos necesitaban, aunque fuese una figura tan limitada. Dejándose amar por las personas que le dedicaban sus abnegados cuidados. Relatando su experiencia para beneficio de todos.

Su vulnerabilidad no fue en absoluto escogida pero, tener que rendirse a ella y depender del auténtico amor de los suyos, le hizo ver cuantas veces lo había minusvalorado. Cuan a menudo no nos entregamos a los sentimientos, no manifestamos lo importante que es una persona en nuestras vidas, por temor a mostrar debilidad. Y qué difícil es querer a una persona tan fuerte que parezca no necesitar a nadie...

Ya sé que se trata de un recurso muy viejo: "Con la de desgracias por las que algunas personas tienen que pasar y aún así consiguen que sus vidas tengan sentido, con qué derecho nos vamos a quejar sólo por sufrir problemas cotidianos". No estoy del todo de acuerdo con este planteamiento, creo que no tan sólo tenemos derecho a quejarnos sino que hasta es saludable. Creo que va bien desahogar la frustración, permitirnos un momento de rabia, e incluso las lágrimas si las necesitamos. Pero también creo que podemos aprender mucho de casos como este y que ¡hasta es nuestra obligación! Si no estaríamos despojando a Bauby de parte de la trascendencia y el sentido que tuvo su vida y ¡a eso sí que no tenemos derecho!