jueves, 16 de junio de 2011

Respeto.... respeto... no me suena, ¿eso qué es?

       El martes a mediodía, mientras paseaba sin rumbo fijo por la Gran Vía de Madrid, descubrí con tristeza cómo ha caído otro de los grandes cines para ceder su espacio a una más de las innecesarias tiendas de ropa que se ven por todas las esquinas. ¿Cuántas prendas tendría que comprar cada ciudadano para dar salida a esa ingente cantidad de artículos en venta? En cualquier caso, el antiguo cine Palacio de la Música es ahora un H&M.

       Entré en la tienda en un arrebato de nostalgia, recordando mi primera visita a Madrid cuando tenía sólo 7 años y lo mucho que me impresionaron esos cines de la Gran Vía con sus enormes carteles de las películas pintados a mano. Por entonces aún asociaba el cine con el glamour y el buen gusto, con el refinamiento y el trabajo bien hecho. Me agradó comprobar que por lo menos habían conservado la estructura del local y los carteles con el número de las salas encima de las puertas. Pero, al hecho del impacto de que ahora sea un mero distribuidor de mercancía de segunda clase, se sumó mi sorpresa al ser arrollada por una pareja de adolescentes que literalmente me empujó y me pisoteó mientras salían entre saltos y gritos del local. Un "pobre señora que l'as pisao" fue todo lo que recibí por disculpa, ni siquiera me miraron a la cara.

       Tras tan grata experiencia decidí que ya había tenido bastante y salí del comercio. Apostado frente al escaparate se encontraba un clásico limpiabotas que lustraba con esmero los zapatos de un señor. Viendo como me frotaba el pie maltratado me ofreció asiento en una silla libre que tenía a su lado, y fue al sentarme cuando vi que un grupo de niños de entre 10 y 12 años no dejaba de mirar con descaro al limpiabotas y a su cliente. Alguno hasta sacaba fotos con su móvil de última generación entre comentarios como "este es un pijo", "...viejo", "...antiguo" a tono perfectamente audible y con desprecio.


       En ese momento sentí que se me rebosaba el vaso: me quedé mirándoles fijamente y les afeé su mala educación, les pregunté si a ellos les gustaba que les miraran como a un bicho de feria y les insultaran a la cara. La conciencia me detuvo a tiempo antes de crear algún trauma infantil pero, lo que me apetecía decirles es "a ti te voy a mirar fijamente por tu cara de tonta, a ti por gordo y a ti por feo..." Es precisamente eso lo que me sorprende, que me siento incapaz de hacer daño a alguien a sabiendas, que mi formación como persona y ciudadana hizo mucho hincapié en la consideración por los sentimientos de los demás, en definitiva, en el respeto, incluso aunque eso me pueda poner en inferioridad de condiciones en alguna situación.

       Parece que conseguí que sintieran algo parecido a la vergüenza y siguieron su camino. Sería un recurso fácil decir que la culpa es de la mala educación pública. Más facilón y simplista sería aún decir que la mayoría eran hijos de inmigrantes. Sinceramente no creo que ese fuera el motivo pero, soy consciente de que eso es lo que mucha gente pensaría. Y la demostración de este hecho se me presentó tan sólo unas horas más tarde.

       Esa misma noche asistí a una fiesta ofrecida por la Oficina de Turismo de Croacia en la azotea del Círculo de Bellas Artes. A la bellísima visión de la puesta de sol sobre los tejados de Madrid, mientras aparecía la luna llena, la complementó una temperatura ideal y una suave brisa. Recorriendo el perímetro del lugar se podía disfrutar de una exposición de fotografías de los lugares más bellos de Croacia. La música de fondo contribuía al agradable ambiente, los invitados deambulaban entre risas disfrutando de las vistas y la generosa barra libre. Un rato después del inicio de la fiesta hubo una breve presentación de los anfitriones invitándonos a conocer su país, a escuchar un mini-concierto de Ana Rucner, una violonchelista croata muy aclamada, y a una cena-cóctel posterior.


        Entre los invitados, todos obviamente adultos, había mayoritariamente periodistas, empresarios y ejecutivos. Casi todos, por tanto, con educación universitaria y, por la media de edad, no eran precisamente fruto de las últimas reformas educativas. Bueno, pues a este grupo selecto, "españoles de pura cepa" y "gente de bien", se le hizo muy cuesta arriba escuchar los no más de 12 minutos que duraron las alocuciones. Y ya les resultó hasta impensable la posibilidad de escuchar el recital de la violonchelista, que quedaba a ratos apagado por las charlas y las risas. Tengo que añadir que se trataba de una artista de rock sinfónico, que se acompañaba de ritmos potentes, humo y una erótica y llamativa interpretación. Quiero decir con esto que no era fácil que en ocasiones se oyeran más las voces que la música pero, así fue. Por supuesto, muchos ahorraron sus energías a la hora de aplaudir porque las estaban reservando para hacerse fuertes al lado de la puerta por la que más tarde saldrían las bandejas con multitud y variedad de pinchos.

       Es como si te invitan a una casa, te emborrachas, comes todo lo que pillas, manchas y usas todo lo que encuentras pero, no contestas cuando te habla el dueño de la casa, porque te aburre...

       Y digo yo, ¿no será el mal ejemplo de estos cotizados y exitosos adultos lo que está haciendo de los niños unos egoístas insufribles que piensan que eso del respeto debe de ser un vocablo de una lengua muerta?

jueves, 9 de junio de 2011

La segunda mirada

       Jugando con la cámara de fotos, intentando encontrar un punto de vista diferente, lo encontré. Pero no en un sentido estrictamente visual que es lo que buscaba. No sé mucho de fotografía y por ahora me limito a usar el viejo método de prueba y error y, mientras tanto, me divierto y voy aprendiendo.

        Me encontraba en el precioso jardín de la Villa San Michele en Fiesole, desanimada porque las limitaciones de mi mediocre cámara de fotos me impedían sacar partido a la impresionante vista de los tejados de Florencia, dominados por la gigantesca cúpula de Santa Maria del Fiore. Decidí pues hacer fotos de esa imagen sólo en mi memoria y usar la cámara para capturar los pequeños detalles cercanos, los balcones y las flores que me rodeaban.


       Fue entonces cuando descubrí una pequeña fuente en la entrada del antiguo monasterio, ahora lujoso hotel de Orient-Express. Me llamó la atención una expresiva cara que hay en su base por la fuerza de su enfado, o eso me pareció en aquel momento. Me pregunté si estaría enojada por estar condenada por los siglos de los siglos a soportar sobre sí a un querubín cursí y gordezuelo con un enorme pez entre sus brazos.

         Buscando la forma de captar esa expresión con toda su fuerza cambié mi punto de vista, y lo que vi en ese momento en la pantalla no fue en absoluto lo esperado.


       Los ojos de la ira se tornaron suplicantes, la boca ya no gruñía sino que se había quedado muda, el enfado era pavor.

       Me pregunté entonces cuántas veces habría confundido el miedo con el mal carácter, comprendí lo mucho que se parecen, recordé las veces que yo misma había sido vista como arrogante cuando lo que me separaba de los demás no era mi aparente seguridad, sino el miedo a ser rechazada, el sentirme pequeñita y poco interesante.

       En mi trabajo estoy acostumbrada a lidiar con personas que intentan camuflar su miedo a volar aferrándose a cualquier motivo de enfado. Estoy segura de que esas personas no reaccionarían así ante una situación equivalente que se produjera en tierra. A veces basta con una distracción, con hacerles reír o darles la mano para que aflore lo que realmente les preocupa, para que se permitan a sí mismos plantarle cara al miedo. Quizá no lo suficiente como para superarlo pero, sí lo bastante como para admitirlo.

       Lo triste es que en la vida cotidiana nadie se acerque a acariciarte la mano y a ayudarte a superar tu miedo. Que todos aceptemos la primera máscara porque nos han enseñado que es más honroso mostrar un buen cabreo que una lágrima. No tan sólo sufrimos por nuestros distintos miedos sino que además tenemos miedo a que se sepa. Es muy difícil solucionar un problema que no se reconocer tener. Ya sé que hay entornos en los que es mejor no mostrar nuestras debilidades, también sé que detrás de un ceño fruncido perenne a veces sólo hay un individuo desagrable y amargado pero, a partir de ahora intentaré dar una segunda mirada, ofrecer una sonrisa y esperar que el otro quizás, quizás, suspire y se relaje y quizás, quizás, de un primer paso hacia fuera de sí.

miércoles, 1 de junio de 2011

Soy TCP

       Soy Tripulante de Cabina de Pasajeros, es decir: bombera, policía, enfermera, psicóloga, camarera y protagonista de extrañas fantasías...

       Cuando un nuevo modelo de avión destinado al transporte de pasajeros sale al mercado, ha de pasar por una curiosa prueba de la que dependerá el número de personas que puede transportar: se llena dicho avión -que no lleva butacas- de individuos ágiles y sanos y se contabiliza el número de ellos que puede abandonar el avión en un tiempo máximo de 90 segundos, utilizando sólo la mitad de las salidas que se encuentran a la altura del suelo, sin contar con las ventanillas de emergencia y las escotillas de que pueda disponer. Al número resultante de esta prueba se le denomina número de certificación del avión.

       Tomando esa cifra como límite máximo, las aerolíneas eligen el número de butacas con el que comercializarán el avión, teniendo en cuenta el rendimiento que esperan recibir por asiento y las distintas clases de servicio con las que operan. Es a partir de ese número como se calcula la cantidad de tripulantes de cabina de pasajeros (TCP) necesarios para cada modelo de aeronave que utiliza una determinada compañía. Según la normativa de aviación civil europea JAR debe haber un TCP por cada par de puertas a la altura del suelo enfrentadas o un TCP por cada 50 butacas, el número que sea mayor. Es por tanto la seguridad del pasaje ante cualquier emergencia y no el servicio de comidas el principal motivo de la presencia de los TCP en los aviones, contrariamente a lo que mucha gente podría pensar.

       Por supuesto, los TCP realizamos labores de hostelería a bordo atendiendo la acomodación del pasaje en el avión, ocupándonos del servicio de comidas y bebidas y proveyendo a los clientes de la información que necesiten. De hecho somos la auténtica imagen de la empresa, sobretodo en los últimos tiempos, ya que con la compra de los billetes a través de internet y la auto-facturación, la mayoría de los pasajeros sólo se relaciona con la aerolínea a través de la tripulación de cabina. Su buena o mala actitud determina grandes diferencias en la percepción de la marca por parte del cliente.

© JOF

       Sin embargo, es la seguridad de esos clientes lo que condiciona toda nuestra jornada laboral. Como dice un viejo lema de la profesión los TCP velamos por la seguridad y el confort del pasaje. Y el orden de estos cometidos no es casual, cualquier cosa que comprometa la seguridad deja de lado otras consideraciones. Esta circunstancia, por lógica que pueda resultar, nos sitúa en una posición difícil. Los ciudadanos estamos acostumbrados a tratar con profesionales a los que hay que obedecer y con profesionales que cumpliendo con nuestras peticiones nos obedecen, pero no a que ambas circunstancias se den a la vez. Por decirlo de una manera más clara: a una persona sensata no se le ocurrirá discutir una orden de un policía o una indicación de un bombero que le está ayudando, sin embargo, el camarero está a nuestro servicio y se le exige y se le ordena, en muchas ocasiones de modo inapropiado. Como el cliente nos ve como servicio es notorio que muchas veces considera nuestras instrucciones impropias y molestas, olvidando que no tan sólo es nuestro principal cometido sino que lo hacemos por su propia seguridad.

       Como ejemplo de esta situación en 2002 en un accidente menor y, afortunadamente sin víctimas de gravedad, hubo que evacuar un B-747 en el aeropuerto Kennedy de Nueva York a causa del incendio de un motor. Una evacuación rápida y sin más lesiones que las producidas por el rozamiento con la rampa o las ocasionadas al “aterrizar” con mal pie al salir de ella es todo un éxito. Sin embargo, hubo repetidas quejas en la prensa porque las azafatas habían gritado al pasaje para que salieran sin dilación, e incluso una gran indignación porque una niña había perdido un zapato y la tripulación no había permitido parar la salida de los pasajeros para buscarlo. ¿De verdad es necesario explicar que un motor en llamas conectado a un depósito de combustible requiere una evacuación inmediata? ¿Cómo se puede hacer eco de una reclamación tan absurda un periódico serio? De hecho, en alguno de esos periódicos se decía que las azafatas eran viejas. ¿Viejas?... Una prueba más de que se nos valora como objeto decorativo, se espera de nosotros una gran sonrisa y un servicio rápido y no se valora la seguridad que aportan los años de experiencia y entrenamiento en un medio tan hostil como el aéreo.

       Además de pasar por reconocimientos médicos periódicos, más frecuentes con el paso de los años, los TCP hacemos cursos de refresco anuales en los que practicamos los procedimientos de evacuación de la aeronave, de extinción de incendios, comportamiento en caso de despresurización y tratamiento de mercancías peligrosas e, incluso, las medidas a tomar en caso de secuestro. Repasamos también los conocimientos de primeros auxilios y psicología para atender situaciones conflictivas, y estamos al día de las normativas de seguridad aeroportuarias y aduaneras de los países que visitamos. Cada año se nos examina para poder mantener el certificado que nos acredita como tripulantes de un modelo de avión específico.

       Después de leer estos párrafos puede que el prólogo ya no resulte tan exagerado, nuestra preparación para apagar fuegos o evacuar a los pasajeros nos convierte en bomberos potenciales pero quizá los otros puntos requieran una mayor explicación:

       Actuamos como policías o agentes de seguridad cuando tenemos que impedir la entrada a la aeronave al personal que no esté debidamente identificado antes y después de los embarques, chequeamos la nave en busca de objetos peligrosos o custodiamos la documentación de pasajeros deportados o no admitidos al país. También cuando vigilamos a dichos pasajeros o amonestamos a aquellos que no cumplen con la ley anti-tabaco, entre otras situaciones.

       En vuelo es frecuente que algún pasajero se indisponga. Los cambios de presión, el estrés del viaje y la falta de movimiento ocasionan malestares de todo tipo. Sobretodo en vuelos de larga distancia que, al realizarse generalmente en aviones de doble pasillo, añaden un elevado número de pasajeros a la larga duración del vuelo, lo que aumenta mucho las probabilidades de tener que actuar como enfermero. Cierto es que en situaciones graves necesitamos la asistencia de un médico, ya que nuestra formación y nuestra responsabilidad en estos casos está muy limitada, así como los medios de que se pueden disponer a 30.000 pies de altitud. Pero todos los tripulantes hemos tenido que asistir a alguna situación médica de gravedad a bordo alguna vez, y a situaciones más leves con mucha frecuencia.

       La psicología es muy útil en nuestro trabajo, y más allá de la que se aprende en los cursos, la que adquirimos día a día con cada hora de vuelo. Desde el momento en que se forma la tripulación, tenemos que adaptarnos a unos compañeros y jefes, a menudo desconocidos, para formar un grupo de trabajo compenetrado y eficiente. No es habitual en otras profesiones que cambies de ambiente cada día, en nuestro caso es casi norma.

       Ya en el embarque detectamos a aquellos pasajeros que por su fortaleza, pero también por su actitud, nos pueden resultar de ayuda en una situación delicada. De la misma manera que procuramos detectar a aquellos que puedan resultar conflictivos. En situaciones problemáticas, cuando hay retrasos, pérdida de conexiones o equipajes, y reclamaciones justificadas o no por parte de los pasajeros, debemos armarnos de paciencia porque desgraciadamente no suele estar en nuestra mano solucionar el problema pero, por supuesto, somos la cara de la empresa y tenemos que aguantar el rapapolvo con la mejor de las actitudes, y permitir que se desahoguen con nosotros aunque también nosotros estemos sufriendo (los retrasos también rompen nuestra vida personal). En muchas ocasiones, comprobamos que algunas extrañas actitudes por parte de los pasajeros se deben al miedo a volar, un miedo producido porque no controlan el medio en el que se encuentran e intentan recuperar el control exigiendo alguna cosa, a veces imposible de otorgar.

       Nuestra labor como camareros es, como no, la más obvia, pero el viajero medio no es consciente de las limitaciones que conlleva servir cualquier alimento en un avión. Por ejemplo, los hornos de los aviones que, como es lógico, no pueden ser de llama, funcionan por aire caliente, lo que no es el mejor sistema culinariamente hablando. Con cada bajada del precio de los billetes aumenta el número de butacas en los aviones, pero el espacio dedicado a los galleys (cocinas) es cada vez menor y por tanto menor el espacio para suministros y menos las opciones de comida y bebida. Y en busca de la ansiada reducción de costes, las compañías tienden a llevar la tripulación mínima requerida, lo que implica que en clase turista cada TCP tiene que atender a 50 personas de media. Si a esto le sumamos tener que dar el servicio entre turbulencias, y desatenderlo a menudo por otro tipo de peticiones: mantas, auriculares, información, chequeos a los baños porque ha sonado la alarma (alguien ha fumado), el niño que viaja sólo y que se ha puesto enfermo... es muy difícil proporcionar un servicio con una cadencia regular y eficiente.

       Durante muchos años el pasajero medio era hombre, de mediana edad y con un alto poder adquisitivo. Para cumplir sus deseos eran atendidos por guapas y jóvenes señoritas, siempre solteras, de las que se esperaba que se divirtieran unos añitos viajando antes de casarse y sentar la cabeza. Lo de las extrañas fantasías está en el origen de este empleo pero ya no tiene razón de ser. Además en los inicios de la aviación las medidas de seguridad no estaban tan reglamentadas, entre otras cosas porque ha sido a través del aprendizaje que ha aportado el estudio de los accidentes que se han ido produciendo, como se han podido diseñar unos procedimientos cada vez más seguros en todos y cada uno de los pasos que implica la aviación. Actualmente los TCP somos tanto hombres como mujeres, adultos y responsables, en muchos casos padres de familia, que esperamos jubilarnos en el ejercicio de nuestra profesión como todo el mundo.

       Estamos de cara al público y se nos requiere una imagen agradable. Es decir: debemos ser pulcros, estar bien uniformados y mostrar una actitud colaboradora y afable, y llevar las canas, si se tienen, bien peinadas. Imagen agradable no es tener 20 años y medir 90-60-90, eso, caballeros, será muy agradable, no digo yo que no, pero nada tiene que ver con mi trabajo.